miércoles, 5 de octubre de 2011

Otra firma invitada

Este blog reproduce aquí un artículo publicado en 'La Voz de Asturias' (y que le remite un gato), por su interés para saber lo que ocurre en su casa.

Las madreñas de la cultura

02/10/2011 13:19 / MIGUEL BARRERO / GIJÓN
Dicen que uno de los momentos más gloriosos de la biografía de Carlos Rubiera (es decir, de los que él entiende como tal) llegó cuando hizo trizas durante un concierto el carnet que le identificaba como militante del PSOE. Hay quien asegura que esa furiosa escenificación del desencanto político tuvo lugar en uno de los Días de la Cultura que antaño se celebraban en Los Maizales y quien encuadra aquel instante en otro contexto, pero eso es lo de menos. Lo que importa es que ese gesto –tan sumamente exagerado que dudaría de su veracidad si no conociese algo al personaje– simboliza bien el sentimiento que desde entonces ha venido guiando al hoy concejal de Cultura en el Ayuntamiento de Gijón: una aversión visceral y enérgica al socialismo y a todo lo que representa. Un rasgo que comparte con varios de los que fueron sus correligionarios en los albores de la reivindicación lingüística que comenzó tras la muerte de Franco y que ha propiciado un viaje ideológico más usual de lo que debería dictar la lógica: de una izquierda resis- tente y contestataria a la nueva/vieja derecha que encarna la formación que Álvarez-Cascos se sacó de la chistera para soliviantarse contra el ostracismo al que quiso someterlo el partido que él mismo, tiempo atrás, había dirigido con mano férrea.
En realidad, si se mira desde esa óptica, la conversión de Rubiera al casquismo no resulta tan descabellada. A fin de cuentas, FAC es un partido que nació gracias al resentimiento de un líder ninguneado, y ese resentimiento es el mismo que late desde hace años en el subconsciente del músico reciclado en concejal y que probablemente jugó un papel importante en aquella exaltada escenificación de su abandono de las filas socialistas. Quienes le conocen afirman que Carlos Rubiera se siente maltratado por la sociedad asturiana, a todos los niveles, porque entiende que él merece más de lo que se le ha pagado. Su trayectoria musical, que empezó por unas sendas prometedoras para naufragar después en los océanos del tópico, siempre ha ocupado un papel relativamente discreto en la escena de la región, y, pese a que tiene en su haber canciones notables, el grueso de su repertorio aparece dominado por temas que de ningún modo pasarán a la historia y que, en algún caso, resultan sorprendentes escuchados hoy, como ese Igual me da en el que, hace sólo cuatro años, disparaba con mucha mala baba y no demasiado acierto literario contra una determinada clase social en la que no resulta difícil encuadrar a algunos de sus actuales compañeros de viaje, como Rafael Felgueroso, Fernando Landa o la mismísima Carmen Moriyón.
Dicho de otra manera: pese a que algunos advenedizos le equiparen ahora, con desvergonzada osadía, a artistas de la talla de Lluis Llach o Pablo Guerrero, la carrera musical de Carlos Rubiera –cuya erudición en la materia, no obstante, está fuera de toda duda– tampoco da para tanto. El problema es que él nunca lo ha visto así, y lejos de asumir esa realidad optó por enrocarse en una autoestima que le llevó a declarar (está grabado) que el nivel de Bob Dylan era palmariamente inferior al suyo propio o que de todo el repertorio de Los Beatles no quedarían, con el tiempo, más que dos o tres canciones, mientras sus discos aspiraban a resultar imperecederos.
Ahí, en el escaso reconocimiento a una trayectoria que él considera inmaculada, está el primer motivo de ese resentimiento que, no obstante, tiene otra vertiente vinculada a aquella reivindicación lingüística de sus inicios. Igual que ocurrió con otros componentes de Conceyu Bable, la oposición a las políticas del PSOE –muy tímidas, por no decir casi inexistentes, en lo que a la normalización del asturiano se refiere– provocó que Rubiera abrazase un hiperasturianismo tan excesivo como caricaturesco que, de paso, terminó perjudicando al propio idioma al identificarlo con unas formas y actitudes carpetovetónicas que casaban mal con las vocaciones de una sociedad ansiosa por incorporarse a la modernidad tras cuarenta años de franquismo. En sus comparecencias ante la prensa, Rubiera suele recordar –echando mano de un recurso que, si bien al principio podía resultar simpático o familiar, a estas alturas ya alcanza la categoría de cansino– que su primer trabajo como maestro tuvo lugar en las aulas de la Universidad Popular de Gijón. Lo que no dice, o al menos no lo ha dicho en mi presencia, es lo que sus alumnos y compañeros de entonces sí recuerdan: que en muchas ocasiones acudía a impartir sus clases calzando madreñas, en un excesivo alarde identitario que deja traslucir una percepción un tanto extremista de la realidad.
Era su forma de protestar contra un ostracismo, éste sí, inmerecido –aquél en el que las autoridades socialistas tenían sumida a su lengua materna– y de marcar un territorio cuya superficie se iba reduciendo a cada día que pasaba. Pero su pensamiento ultraizquierdista iba más allá, como denota la anécdota que le sitúa en el antiguo Teatro Arango el día del estreno de Missing, cuando – tras la proyección de la película en la que el cineasta Costa-Gavras denunciaba los intolerables desmanes de la dictadura chilena– se levantó de la butaca para proferir un «¡Pinochet, asesino!» que aún retumba en los oídos de muchos de los asistentes a aquel pase. Le acompañaba en esa velada Xuan Xosé Sánchez Vicente, junto al que emprendió la aventura del PAS tras deambular por otras iniciativas políticas instaladas en los arrabales del nacionalismo radical astur, como el CNA o Ensame. Quién le iba a de- cir entonces que aquellos polvos iban a degenerar en estos lodos.

Todo lo dicho hasta ahora explica, en cierta mane- ra, la política cultural (por llamarla de alguna forma) que Rubiera pretende imponer en Gijón, la llamada "joya de la coroya" del socialismo asturiano hasta las pasadas elecciones del 22 de mayo. Si su programa electoral evita cualquier referencia a citas tan ineludibles como la Semana Negra o FETEN, sus distintos puntos sí se refieren machaconamente a la importancia de la lengua asturiana y la música tradicional e incluyen, como punto estrella, un nuevo Festival Atlánticu que según ha declarado el propio Rubiera sería una réplica en miniatura del Intercéltico de Lorient (cabría preguntarse por la necesidad de tal evento, dado que Avilés dispone de dos certámenes de ese calibre y, además, ya existe el susodicho festival bretón) y que serviría para fomentar unas corrientes musicales que, en su opinión, estarían bastante maltratadas en la villa de Jovellanos, por mucho que desde hace dos o tres veranos la programación estival incluyera un ciclo de música folk que el propio Rubiera, de manera un tanto incomprensible, se ha encargado de desmantelar.
Su oposición a las políticas culturales socialistas es palmaria. El edil parece empeñado en eliminar cualquier vestigio que pudiese quedar del modelo desarrollado por el PSOE a lo largo de tres decenios, y algunos funcionarios aseguran que, poco después de tomar posesión, dijo en una reunión privada que Gijón era una ciudad de segunda fila y que había que dejar de programar actividades propias de una urbe instalada en la vanguardia. Todo eso podría ser medianamente aceptable si el concejal guardara alguna alternativa ba- jo el brazo, pero se desconocen –al margen del mencionado Festival Atlánticu- las líneas maestras del esquema que pretende seguir. También la percepción que tiene de la cultura y sus vías de desarrollo.
Su silencio acerca de la Semana Negra y la ambigüedad que demuestra cuando se refiere al Festival Internacional de Cine no hacen presagiar nada bueno, como tampoco dan mucho pie al optimismo las declaraciones en las que, en vez de apostar por la convivencia de propuestas, habla de L'Arribada, una feria literaria de bajo presupuesto y escaso seguimiento ciudadano, como ejemplo frente a otros eventos que, según sus palabras, cuestan «cientos de miles de euros» pero que (esta apostilla es mía, no suya) atraen a un inmenso flujo de visitantes cuyo paso por Gijón repercute sensiblemente en la economía de la ciudad.
A decir verdad, todo parece guiado por afanes exclusivamente revanchistas. Algo de eso se dejó ver hace unos días, cuando, en la presentación de los nuevos cursos de la UP, y ante el bochorno de los periodistas allí presentes, Rubiera le recordó al responsable de la programación que, hace décadas, había estado a sus órdenes y que ahora, tan- to tiempo después, las tornas han cambiado.
Sólo queda esperar. Cuando se anunció que Carlos Rubiera se presentaba a las elecciones municipales en las listas de FAC, casi todo el asturianismo sensato se preguntó si los hombres de Álvarez-Cascos eran conscientes de lo que hacían. Se dice que el partido escogió a sus candidatos en Gijón a través de un casting.
Ignoro si Rubiera se presentó a la prueba con madreñas (al fin y al cabo, el actual consejero de Cultura, Emilio Marcos Vallaure, dijo o escribió en una ocasión que los asturianos deberíamos apreciar más una madreña que la Venus de Milo), pero, de haberlo hecho, quizás los responsables del cotarro vieron en ese gesto algún rasgo de exotismo o campechanía. Lo grave sería que ahora todos los que vivimos en la ciudad nos viésemos obligados a utilizar ese calzado que a él tanto le gusta. Y que, recordemos, es el que utilizan quienes viven en las aldeas de la Asturias rural para caminar sobre el barro.

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