miércoles, 13 de octubre de 2010

...Y una cosa escrita por lo de Chile (relato2)

Cuando faltan pocas horas para que todo concluya bien en Chile, Don Gato no encuentra otra forma de echar su cuarto a espadas para ayudar a los mineros que publicar este texto que escribió hace días. Se trata de otra humilde contribución suya y es un relato titulado 'Matrícula universitaria'

Mario no podía entender qué había pasado. Había crecido educado en el orgullo de la mina y ahora parecía que debía sentir vergüenza por ello.

Hacía tiempo que, cada vez que salía de su tierra asturiana (llamada “la cuenca”, de la que él nunca supo que se llamaba así porque estaba a la vera de un río en la que había minas), Mario se encontraba con gente que le consideraba un privilegiado por tener un padre que estaba retirado en las condiciones con que todos soñaban. Hasta que intuyó, de pronto, qué pasaba: fue el día en que viajó a Oviedo para ver de hacerse universitario.

“¿Por qué no te matriculas en Barredo?”, le habían dicho en casa, sin éxito ni razón, ya que quería estudiar Filosofía y el campus de Mieres ofrece sólo titulaciones técnicas. Fue aquella enseñanza la que le puso sobre la pista.
Aunque no le hizo caso en su momento, guardó aquella pregunta para sí y, en aquel primer día suyo como aspirante a filósofo, la tenía muy presente cuando se interrogaba sobre qué habría pasado en su tierra para que su gente hubiera pasado de ser admirada por los suyos a ser despreciada por albergar sólo a “privilegiados de la clase obrera” (como le decían a Mario). Incluso, para que se hablara de “los aristócratas de la clase obrera”.

“Eres un privilegiado de la clase obrera”, se decía de forma obsesiva. Y esa repetición percutora castigaba su mente, educada en el orgullo minero de clase desde la infancia. Hasta que nuestro hombre decidió que debía saber por qué era vergonzoso ahora aquello que le enorgulleció siempre.

Rastreando en viejos periódicos, Mario se informó de algunas maniobras políticas que habían sido cocinadas en su tierra y de las que él ni había oído hablar. Eran intrigas de líderes con apellido minero que él conocía, pero los periódicos descubrieron a nuestro hombre que mucha gente a la que él admiraba hacía tiempo que no bajaba a un pozo. En los mismos periódicos, Mario se informó de que sus mitificados paisanos tenían unos ingresos que su padre siempre habría considerado impropios de uno de su clase. Porque su padre había sido minero cuando trabajar bajo tierra (algo que sólo él había hecho, ya que ninguno de sus hijos siguió sus pasos, aunque todos se proclamaran mineros) daba para poco. Tan poco daba que su padre nunca quiso aquello para ellos; ¡qué va: soñaba algo mejor!

Desde pequeño, Mario y sus hermanos habían oído decir que el trabajo de su padre era “alienante” (una palabra que nadie entendía, pero que usaba el sindicato), aunque en su casa se decía que era aquella actividad paternal lo que daba seguridad a la familia desde su llegada a Asturias.

En cualquier caso, su padre quería para sus hijos un trabajo mejor que aquél suyo. Y, por eso, les animaba a ser universitarios. Lo que Mario quería cumplir matriculándose en Filosofía. “¿Filosofía?”, dudaba su padre, que repetía: “¿Para qué vale la Filosofía?” Mario nunca supo qué decir, pero tampoco se atrevió a preguntar: "¿Para qué vale el orgullo minero?”

¿Para qué vale el orgullo minero?, se repetía aquel día nuestro filósofo en ciernes, al tiempo que buscaba en la Universidad dónde apuntarse, para cumplir las aspiraciones de su padre. Vagando por la capital en busca de Facultad, se topó con una pancarta tras la cual una manifestación decía: “Trabajo para todos. No más aristocracia obrera”. Y fue junta a aquellos manifestantes cuando comprendió que, aunque no debía avergonzarse de sentirse minero, algunos de los suyos habían abusado de los de su clase.

Pero decidió que ni él ni su familia tenían que pagar por ello. Así que optó por apuntarse a la Universidad y volvió a casa satisfecho, con la matrícula bajo el brazo. Su padre y él estarían orgullosos de lo que había hecho.

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